Las microagresiones que dejan huella
“Hablas muy bien para ser de allí”, “¿de dónde eres en realidad?”, “tu pelo es exótico”, “¿puedo tocarlo?”. Esos comentarios, aunque parezcan curiosos o incluso amables, refuerzan estereotipos. Nos recuerdan que no encajamos en lo que algunos consideran “normal”. Son pequeñas formas de exclusión disfrazadas de interés o admiración.
El racismo cotidiano se esconde en los detalles, pero sus efectos son acumulativos. A lo largo del tiempo, generan desgaste emocional, ansiedad, inseguridad y hasta problemas de autoestima.
Espacios que no siempre nos incluyen
También lo vemos cuando entramos a una tienda y nos siguen más de lo habitual. O cuando nuestras competencias son puestas en duda por nuestro apellido o color de piel. O cuando no estamos representados en los medios, en las empresas, en las decisiones importantes.
No se trata solo de ofensas individuales. Es un sistema que nos margina silenciosamente. Y ese silencio también duele.
Nombrarlo para cambiarlo
El problema con el racismo cotidiano es que muchos lo niegan porque no lo ven. Pero no ver algo no significa que no exista. Por eso es importante hablarlo, cuestionarlo y educar al respecto. No con odio, sino con conciencia.
Podemos corregir a un amigo, hacer preguntas incómodas en el trabajo, exigir diversidad real en los espacios que habitamos. No es fácil, pero es necesario. Porque callarlo solo lo refuerza.
Una responsabilidad compartida
Combatir el racismo no es tarea exclusiva de quienes lo sufren. Todos tenemos un rol. Si queremos una sociedad justa, debemos empezar por ver lo que hemos aprendido sin darnos cuenta, y estar dispuestos a desaprenderlo.
Reconocer el racismo cotidiano no nos hace peores personas, nos hace más humanos. Y actuar para erradicarlo nos hace parte activa del cambio.
